viernes, 14 de noviembre de 2008

Nunca he logrado olvidarme de ti.


Cuanto quería verla, tenerla, tocarla. Pasar mis dedos despacio sobre su piel, como una caricia, pero más que eso, otro modo de descubrir sus diferentes formas de ser. Quería detenerme en su olor, que se expandiera dentro de mi cabeza, para nunca olvidarlo, para que revistiera mis sueños.

Estaba lloviendo. Extrañaba los días así, abochornados, confusos, lleno de nubes y de la luz de dios. Esa luz que aclara los pensamientos e inunda de melancolía. Yo tendría que estar durmiendo, debería haber estado durmiendo. Pero que iba a hacer, estaba como loco, ciego. El ardor en mi pecho era inagotable. Su dulzura, el recuerdo de sus tallos me atormentaban, de día, de noche, cuando caía el fresco y en los albores de la humanidad, cuando ni siquiera sabía de la existencia de la música, su maravillosa música.


Derribé puertas, penetré como lo hace un campeón de guerra, sin mirar atrás, esperando que otros se ocuparan de las consecuencias.

Estabas allí cuando llegue? ya ni lo recuerdo. Solo recuerdo mi tristeza enorme, como los basurales pestilentes que se extienden circundando la ciudad. Estabas, por supuesto, con tu misma cara, tu mismo pelo, fragante de misterio, tu boca de caramelo.

Atesoro cada momento que viví contigo, es cierto, los atesoro y los pongo en un altar. Si rezara te rezaría a ti. A tu hermosura eterna, a tus dedos de arena.

Nunca más te encontré, a pesar de que te sigo viendo, cuando me tiendo a observar la suave existencia de las hojas de verano, tiernamente mecidas por el viento, cuando siento la brisa del mar, cuando me despierto temprano, cuando me inunda el silencio.

Eres como el humo, visible pero infinitamente inalcanzable.

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